Por mucho que a día de hoy esté desarrollada la historiografía que se ocupa de la relación entre la España y los Países Bajos de los albores de la Edad Moderna, cuando ambos territorios compartían Corona, siempre quedarán capítulos y figuras interesantes por desentrañar. Uno de ellos es Maximilian de Vilain, barón de Ressegem, ejemplo de uno de esos personajes de firmes creencias que hoy podríamos llamar ‘avanzadas’, pero al que una circunstancia personal bastante desgraciada condujo al otro lado del tablero político de entonces, en un contexto tan cruento como las guerras de religión que sacudieron Europa, y en particular Flandes, entre los siglos XVI y XVII.
De Vilain pertenecía a una familia de nobles flamencos que sirvió a los condes de Flandes y sus sucesores, los duques de Borgoña y los Habsburgo. Durante el reinado de Felipe II, desempeñó diferentes cargos y llegó a presidir los consejos de Estado y de Finanzas. Católico moderado y político pragmático, De Vilain desaprobaba la violenta represión de los calvinistas puesta en marcha por el temido Duque de Alba. Creía, además, que con el fin de restaurar la paz y acabar con los desórdenes, el rey debía devolver privilegios a sus súbditos flamencos y dar más poder a las instituciones autóctonas, como los Estados Generales, que intermediaban entre aquellos y la corona española.
“Para él, uno de los aspectos que había que entender para acabar con la lucha entre Felipe II y sus súbditos era ‘la naturaleza del país’ (‘le naturel du pays’). Con ello, Vilain quería decir que el rey no era el único individuo en ser ‘natural’ del país, sino que todos sus súbditos poseían estas características. El monarca y los súbditos estaban vinculados al país por esa ‘naturalidad’ y, para Vilain, el olvido de ese vínculo fue una causa importante de la guerra civil en marcha”, explicaba este miércoles en Aranjuez el profesor belga Jonathan Dumont, miembro de la Academia Austriaca de las Ciencias. Lo hacía en el arranque de las jornadas Intercambios culturales entre las cortes de la Península Ibérica y los Países Bajos de los Habsburgo, organizadas por la Universidad Rey Juan Carlos, el Instituto Moll -Centro de Investigación de Pintura Flamenca creado por Prensa Ibérica, editora de este diario- y la Universidad de Silesia en Katowice. Entre el público se encontraba el embajador de Bélgica, Geer Cockx.
A pesar de que aquellas teorías eran opuestas al absolutismo que marcó el reinado de Felipe II, Vilain consiguió del rey el derecho a hablarle directamente y con libertad, incluso cuando no estuviera invitado a hacerlo. Y de este modo pudo mantener una postura crítica con los responsables de asuntos extranjeros de la Corona. La calidad de sus consejos, enraizados en esa ‘naturalidad’ que explicaba Dumont, contrastaba con los errores que los otros cometían, ajenos por completo a la realidad de los Países Bajos.
Pero el episodio fallido de la paz de Breda en 1575, que descarriló cuando el rey se negó a garantizar la libertad religiosa en esos territorios, y la muerte en 1576 de Luis de Requesens, que había relevado al Duque de Alba como gobernador de Flandes con una política más cabal y moderada, dieron al traste con su propósito conciliador y reformista. A eso se sumó que, en 1578, Vilain fue detenido por los calvinistas cuando asistía a los Estados Generales en Gante y pasó dos años en prisión.
De aquella experiencia traumática salió completamente cambiado. Se sintió traicionado por aquellos a los que había defendido, y abandonó sus ideas sobre la soberanía compartida. El noble flamenco mostró su apoyo a la política represiva del rey español, y donde antes se mostraba partidario de la paz y la clemencia, ahora apostaba decididamente por la violencia para someter a los ‘herejes’. “A causa de su rabia -contaba Dumont-, Vilain ve lo que sucede de una forma más ideológica que antes. […] Él espera que los príncipes se alíen para aplastar una rebelión que amenaza el orden divino”.
El bautismo de Felipe II y los ‘conserges’ flamencos
Durante las charlas celebradas este miércoles también hubo tiempo para conocer, por ejemplo, la autoría de la escenografía que envolvió el bautismo de Felipe II en la iglesia de San Pablo de Valladolid, que ahora se puede atribuir al pintor flamenco Jacob van Battel. El descubrimiento de un documento que acredita el pago de ese trabajo en el Archivo Histórico de la Nobleza de Toledo condujo a las profesoras África Espíldora García y Ana Diéguez-Rodríguez, esta última directora del Instituto Moll, a acreditar esa autoría y tirar de un hilo que las llevó a adentrarse en la trayectoria de un pintor que trabajó intermitentemente dentro y fuera de España, en varias ocasiones para la Orden del Toisón de Oro, y a menudo en ceremonias funerarias de monarcas, como las de los de Francia e Inglaterra.
Según ese documento encontrado, explicaban las académicas, “los trabajos que se le confiaron están relacionados con las estructuras construidas para ornamentar la ruta de la comitiva que acompañó al Príncipe Felipe desde el palacio en el que la Emperatriz Isabel residía hasta la iglesia de San Pablo en la que fue bautizado. Las descripciones que nos han llegado hablan de un paseo elevado que comunicaba los dos edificios, flanqueado por unas barandillas y que pasaba bajo cinco arcos triunfales. Todo el lugar estaba decorado con plantas, frutas y flores fragantes. En cada uno de los arcos, actores y cantantes interpretaban diversas escenas de naturaleza religiosa al paso de la procesión”.
Las contribuciones a la corona española de los Países Bajos y su sociedad, cultivada y avanzada para la época, fueron numerosas, y los presentes en las jornadas podían percibir su legado a pocos pasos de donde estas se celebraban, en el propio Palacio de Aranjuez. Lo recordó en su ponencia José Eloy Hortal Muñoz, profesor de la Universidad Rey Juan Carlos, que hablando de los Reales Sitios (como el palacio en cuestión) subrayó el papel fundamental que tuvieron los ‘conserges’ (escrito en la época así, con G), un cargo de tradición francesa y flamenca. Se les ponía al mando de aquellas suntuosas construcciones palaciegas para mantenerlas, pero también para hacerlas más eficientes y velar por su patrimonio artístico. “En la década de 1560 -contó Hortal Muñoz-, Felipe II introdujo a un montón de ‘conserges’ flamencos que venían directamente de los Países Bajos, no solamente para cuidar de esos lugares, sino para introducir técnicas innovadoras en los jardines, en los edificios, en las boticas y los relojes…”. Las caras entre el público lo decían todo: había que darse prisa para poder salir a verlo de cerca.