No hay reflexión, por sumaria que sea, sobre el conflicto palestino-israelí que pueda prescindir de su historia. Su versión mínima es que dura ya 75 años, los transcurridos desde que, al día siguiente de la proclamación del Estado de Israel, 14 de mayo 1948, sus vecinos árabes le declarasen la guerra -la primera de las libradas con sangre por su supervivencia, seguidas de la de los Seis Días (1967), Yom Kippur (1973), Líbano (1982), las sucesivas intifadas y la ofensiva contra Gaza a la que asistimos estos días con la respiración contenida.
Lo cierto es que la tensión en Oriente Próximo -en la que los conflictos son epifenómenos de la confrontación crónica entre judíos y palestinos- se remonta a mucho antes, desde que a fines del S.XIX el movimiento sionista liderado por Theodor Herzl fijase en la retina del mundo la recuperación de su antigua tierra originaria para el establecimiento, por oleadas incesantes que se intensificaron tras el Holocausto, de los descendientes de la diáspora desde todos los rincones del planeta, en un proceso abocado al choque con los pobladores árabes de Palestina.
Inútil desesperarse ante las oportunidades perdidas, empezando por la Resolución de la recién nacida ONU que, en 1948, auspició la «partición» de aquella región en dos Estados, uno judío y otro palestino, con una administración internacional para Jerusalén. El hecho de que Israel haya prevalecido en todas sus conflagraciones contra sus atacantes árabes, afirmándose crecientemente como una superpotencia militar, y acreciendo en cada refriega territorios anexados u ocupados, ha ido desplazando hacia un horizonte de cada vez más remota o improbable realización el anhelo de la Two States Solution. Y, sin embargo, esa sigue siendo la única hipótesis creíble de superación de una sangría intermitente y cada vez más dolorosa, en uno de esos contenciosos que muestran contundemente una inexorable lección histórica verificada en muchos escenarios: el paso del tiempo, acumulativo, ni resuelve ni disuelve los conflictos, sólo los empeora.
Un factor cualitativo de este recrudecimento del coste -humano, geopolítico- del conflicto palestino-israelí desencadenado a partir de la criminal incursión de milicianos de Hamás-organización terrorista- en territorio israelí en octubre de 2023, reside precisamente en la globalización. Si anteriores episodios de violencia y fuerza bélica pudieron ser encapsulados en su contexto regional -con ser grave el polvorín que Oriente Próximo ha representado en sí ante el mundo durante demasiado tiempo-, la globalización, que es la escala definitiva de lo humano en la que estamos incursos sin billete de vuelta, hace que la ofensiva israelí sobre Gaza -en represalia y venganza por el daño infligido por Hamás- preocupe y ocupe al mundo entero, no solo por su visibilidad -horror en tiempo real, retransmitido en directo- sino por sus consecuencias: la exportación de odio por todo el orbe planetario, incendiada por el resentimiento acumulado por tantas humillaciones, hace que nadie este a salvo de las apelaciones fanáticas a la yihad, a días de ira contra Occidente (EEUU y la UE), acusadas de practicar seguidismo acrítico de Israel y cruel indiferencia al sufrimiento palestino.
Como en toda guerra, la verdad padece, cae en combate como primera víctima. No solo millones de europeo/as condenan por igual toda violencia criminal, señalan la responsabilidad imprescriptible de los terroristas de Hamás y exigen la liberación incondicional de rehenes inocentes, sino que la propia UE y sus instituciones intentan hacer una voz equilibrada con la que si, por un lado, afirma el derecho de Israel a la autodefensa frente quienes le ataquen o amenacen, por otro, reclama a su Gobierno -liderado por Benjamin Netanyahu, que ha practicado una política divisiva y polarizadora que ha erosionado la democracia israelí y confrontado a su población- el atenimiento a las reglas del Derecho internacional, del Derecho humanitario e incluso del Derecho de la Guerra, codificado también en Convenciones de Ginebra cuya violación comporta no solo responsabilidad sino también cargos penales si se prueban crímenes de guerra.
El desafío de la UE es el de aspirar a ser útil en la reconducción de ese infierno en la tierra
Frente a los iniciales errores de juicio y de respuesta por parte de altos responsables de instituciones europeas -desdichado viaje relámpago de la presidenta, Ursula Von der Leyen, y la Presidenta del Parlamento Europeo (PE), Roberta Metsola, además de la disparatada propuesta del comisario Olivér Varhely de suspender toda ayuda humanitaria a Gaza-, el Alto Representante para la PESCD, en su triple sombrero de jefe de la diplomacia europea, presidente del Consejo de Asuntos Generales (Asuntos Exteriores) de la UE y Vicepresidente de la Comisión, acertó con lucidez al afirmar la necesidad de que Europa se haga oír y respetar con una aproximación ecuánime a la endiablada complejidad del laberinto de Oriente Próximo, una llamada a la sujeción a las reglas del Derecho -que incluye la contención y proporcionalidad de las acciones militares, evitando dañar a la población civil, singularmente menores inocentes, enfermos y heridos que requieren urgentemente atención hospitalaria y corredores humanitarios-, y un emplazamiento a una UE capaz de madurar de prisa para adquirir de una vez la estatura globalmente relevante que se requiere para aportar algo en la reconstrucción de ese escenario, hoy cuesta arriba, en el que pueda abrirse paso la solución de dos Estados.
Aquí el desafío de la UE es el de aspirar a ser útil en la reconducción de ese infierno en la tierra cuyas víctimas, por miles, tantos nos escarnecen.
La desesperanza es simiente de autodestrucción y violencia: parte de la explicación de la criminal acometida de Hamás contra civiles indefensos en territorio israelí descansa en la abyecta espiral del «cuanto peor, mejor». Pero, como se escuchó en español en la sesión del Pleno de Parlamento Europeo octubre II en Estrasburgo -High Rep Josep Borrell, ministro José Manuel Albares, (Presidencia española del Consejo de la UE), Presidenta del Grupo S&D I Iratxe García Pérez-, no habrá nunca solución a este cronificado derramamiento de sangre incendiado por el odio hasta que el pueblo palestino -humillado, sometido, encerrado, privado de todos los bienes que hacen la vida vivible, digna de ser vivida desde los derechos humanos más básicos y elementales- pueda albergar un día un horizonte de esperanza.
Juan F. López Aguilar es eurodiputado socialista, presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del Parlamento Europeo.