Cumplidos con holgura los cien días de rigor para evaluar a los partidos en el poder ya puede decirse que sobre la fractura interna de Compromís y el posterior fracaso electoral de Alicia Izquierdo se erige una formación política que nadie sabe de qué va. Ese rumbo errático, que se presenta con un aire irreparable (es decir, como si las cosas no pudiesen ser de otro modo) marca hoy la derrota de un partido que se comporta a todos los efectos como una extensión decorativa del PSOE, incapaz de marcar perfil propio en un ejecutivo que si algo precisa es de un contrapeso ideológico a su izquierda. Tarea esta que no podrá desarrollar la formación valencianista sin una previa refundación o catarsis que pasa necesariamente por asumir tanto la necesidad de suturar heridas y recuperar la base electoral perdida como por un liderazgo que vaya más allá de ejercer de satélite del principal partido del gobierno local, el mismo del que Izquierdo y sus compañeros de viaje decían que «no había que dejar solo».

Hoy Compromís Més Gandia es un buque fantasma cuyo propósito parece ser, simplemente, mantenerse orgánicamente a flote, aunque sea a la deriva, reeditando –corregidos y aumentados– los errores del pasado, sin asumir responsabilidad interna alguna por las apuestas frustradas ni mostrar perspectivas de futuro que le den sentido. Cabe preguntarse, además, por la influencia real de un espíritu asambleario del que ha desaparecido el menor atisbo de crítica o contacto con la realidad y en las antípodas de los postulados «de izquierda» en los que presuntamente se sostiene.  

En cualquier partido que merezca ese nombre, y más aún si se proclama «de izquierdas», o «transformador», los resultados electorales de Compromís Més Gandia habrían precipitado, por lo menos, un debate interno que delinease los términos de su ejecutoria en el actual mandato, pero ni siquiera eso se ha producido. En consecuencia, más que como la dirigente de una formación política convencional, Alicia Izquierdo ejerce como cabecilla de una demediada estructura hermética en la que ni existe la asunción de responsabilidades ni designio alguno a la vista, salvo el de ocupar dos concejalías y haber escogido un puñado de cargos de confianza, como si nada hubiera sucedido y el partido fuese viento en popa.

Pero una organización de esa clase, de una rigidez abrumadora, sin memoria propia, sin interlocución con la calle y sin voluntad de afrontar sus graves problemas no podrá ser nunca el necesario partido político que fue, sino una agregación de gentes que en nombre de una ideología reducida a proclamas y muletillas «de izquierda» funciona en realidad bajo los parámetros de la más rancia política, sin importarle que sus carencias y contradicciones asomen por todas sus costuras. Una suficiencia tanto más desatinada cuanto Compromís no goza del remanente mediático del que se benefician el PSOE y el PP y debería haber centrado sus esfuerzos en reconstruirse a marchas forzadas desde la misma noche electoral.

De qué sirve un partido así en el ámbito de la política local, y especialmente a los ciudadanos progresistas, es una cuestión que cada vez importa menos porque, en la práctica, el buque fantasma ha desaparecido del radar.