Seleccionando las fotos de la última victoria del Valencia sobre el Cádiz en Liga mi compañero y amigo Pablo Leiva me llama a su ordenador, la imagen que me encuentro muestra a David Albelda, Rubén Baraja, Pablo Aimar y David Villa. Una puñalada en el corazón duele menos. Jugadores de clase mundial vistiendo la blanquinegra y haciendo las delicias de Mestalla, el equipo acabando en tercera posición y el valencianismo completamente identificado con sus futbolistas.
Una sola foto que recoge a cuatro ídolos de una tacada (en ese equipo estaban también Cañizares, Marchena, Angulo, Mista o Rufete) y que simboliza la cantidad de referentes en su ‘prime’ a los que era capaz de dar cobijo bajo sus alas el escudo del murciélago. Y no es ni más ni menos que la grandeza que merecen el Valencia y su afición. En mi caso los cuatro fueron mis ídolos en alguna etapa de mi infancia y adolescencia y tengo la sensación de que más allá de José Luis Gayà y quizás a medio plazo Javi Guerra, la adherencia de los aficionados más jóvenes al escudo cuenta con pocos aliados más allá de la tradición y la pasión familiar y la posibilidad de impregnarse del sentimiento acudiendo al estadio.