El mundo era un lugar mejor la última vez que Vladímir Putin pisó Pekín. El presidente ruso ordenó semanas después la invasión de Ucrania y hoy caen bombas sobre hospitales de Gaza. Putin ha recibido desde entonces el desprecio de Occidente y la orden de arresto de la Corte Penal Internacional por presuntos crímenes de guerra que ha limitado sus movimientos. No ha cambiado durante este fragoroso año y medio su amistad con Xi Jinping, presidente chino.
Su cuadragésima segunda reunión en 10 años ha llegado con la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas inglesas), el elefantiásico proyecto chino de comercio e infraestructuras, que estos días celebra su primera década en Pekín. Han llegado representantes de 130 países y un par de docenas de presidentes y primeros ministros pero ninguno gozó del protagonismo del ruso. Juntos entraron Putin y Xi en el Gran Palacio del Pueblo y juntos posaron en la foto de grupo. Putin habló después de Xi sin regatear elogios al anfitrión: aplaudió los «logros de nuestros amigos chinos» y pidió el apoyo global al BRI, también llamado nueva ruta de la seda. Ambos países, recordó, aspiran «a un mundo que respete las diferentes civilizaciones y el derecho de cada país a elegir su modelo de desarrollo». Las alusiones a un mundo multilateral y sin el tradicional liderazgo occidental son habituales en los discursos de Moscú y Pekín. Tampoco las eludió Xi, que añadió críticas sutiles a Estados Unidos: «La confrontación ideológica, la rivalidad geopolítica y la política de bloques no son una opción para nosotros. Nos oponemos a las sanciones y coerciones económicas, el desacople y las disrupciones de las cadenas de suministro». Lo ha dicho un día después de que Washington ampliara los controles a las exportaciones de chips y otras tecnologías a China.
En aquella visita del pasado año se acuñó la relación «sin límites» que tanta inquietud generó cuando estalló la guerra. Bastaron un par de semanas para mostrar que los había, la cooperación militar sin ir más lejos, pero no hay grietas en la diplomacia ni en el anhelo de un mundo nuevo más atento al sur global. El conflicto de Oriente Próximo los ha vuelto a alinear frente a Occidente. No han salido de Pekín ni Moscú condenas explícitas a Hamás y sí a los desmanes israelíes. El contraste es mayúsculo: Joe Biden visita Israel mientras Moscú compara Gaza con Leningrado y Pekín denuncia que la respuesta israelí excede los límites de la defensa legítima y exige el fin del sufrimiento palestino. No se ha referido este miércoles Xi al conflicto más que de forma oblicua y Putin ha calificado los bombardeos de hospitales de «catástrofe».
La ruta de la seda
El BRI resucita la mítica ruta de la seda, aquella antecesora de la globalización que unió a Europa y Asia entre los siglos IX y XV. Los tiempos cambian pero el espíritu comercial chino persiste. Donde había camellos hay trenes de alta velocidad y los bienes de última tecnología relevan a su delicada porcelana. Gana China y sus empresas y gana el mundo en desarrollo con infraestructuras modernas que reducen la pobreza. Un billón de dólares ha invertido China en 150 países de los cinco continentes en una iniciativa que sólo genera críticas en Occidente: la trampa de la deuda, los laxos estándares laborales y medioambientales…
Pekín las desdeña como los habituales prejuicios sinófobos que pretenden embridar su auge. La masiva representación del sur global que se ha reunido estos días en Pekín no intuye la perfidia ni los intereses espurios chinos de los que habla Occidente. Alberto Fernández, presidente argentino, ha recordado este miércoles en su discurso que Pekín les envió vacunas cuando Occidente las acaparaba. «China es un hermano que nos acompañó en la pandemia, que nos socorrió financieramente cuando la presión del FMI nos puso en jaque y que invierte en nuestro país generando trabajo para argentinos y argentinas», ha afirmado.