Cuando de niña estudiaba las guerras en el colegio me parecían historia. En mayúscula y minúscula. Creía que eran agua pasada, episodios ocurridos en una etapa de nuestro país y del mundo que había quedado atrás. Pensaba que los gobiernos habían aprendido a manejar la diplomacia, las relaciones internacionales y los intereses económicos de una manera más inteligente y útil para no sesgar la vida de miles de inocentes. De hecho, cuando tocaban la Primera y Segunda Guerra Mundial recuerdo que el profesor nos explicaba que el temor a una Tercera seguía presente en el escenario mundial aunque, en su opinión, nadie sería capaz de iniciar una batalla de semejante envergadura y menos de arrastrar a más países en su cruzada. No se equivocaba. No se ha repetido una contienda como las del 1914 y 1939, pero sí otras que sumadas entre sí han podido dejar las mismas víctimas por el camino. Oriente es un claro ejemplo.
Nada justifica una guerra. Absolutamente nada. Ni una amenaza ni un ataque previo. Cualquier ofensiva como respuesta solo trae más muerte y destrucción. Tampoco aporta nada empezar a buscar culpables y a diferenciar entre buenos y malos. No dudo de que habrá una parte más responsable que la otra, pero ponerse al mismo nivel nunca es la solución. Además, hay realidades complementarias. Hamás es una organización terrorista que ha cometido un atentado terrible y ha matado a cientos de ciudadanos. Israel lleva años asediando a Palestina e incumpliendo acuerdos internacionales; tiene derecho a defenderse pero no a masacrar indiscriminadamente a todo un pueblo.
El contexto de este conflicto es complicado y amplio. Por supuesto, no solo les compete a ellos, como todo lo que ocurre en países donde la democracia es cuestionable. Además, las alianzas del gobierno israelí provocan filias y fobias en el resto de potencias importantes, por no hablar de a quién compra o vende armas y tecnología. Sin embargo, sorprende a estas alturas verse en la obligación de defender los derechos de la población, que nada tienen que ver con los intereses espurios de los auténticos culpables de este desastre. Comprobar cómo algunos políticos intentan sembrar dudas del compromiso del rival con la paz y la ayuda humanitaria o la forma en la que otros rodean la cuestión para no condenar una acción violenta me sigue erizando la piel. Aunque nunca tanto como la cara de cientos de civiles que cavan entre los escombros con sus propias manos en busca de un padre o un hermano. Quien no se apiade de esas personas simplemente no tiene alma. Me da igual de qué bando provenga el sufrimiento.