Katalin Karikó, bioquímica de origen húngaro, y Drew Weissman, inmunólogo, forman una curiosísima pareja profesional. El contraste de temperamentos no podría ser mayor. Ella traiciona en cada uno de sus gestos su fuerte carácter, tan abierto a la sonrisa y a la conversación como a entrar en confrontación; de él, contenido e introvertido, es difícil encontrar si quiera una fotografía sonriendo. Sin embargo, se mostraban relajados en su visita a España en junio de 2022 para recoger el premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Bilbao, y bromeaban sobre el país que les recibía como estrellas por su contribución a las vacunas de ARNm contra la Covid.
El buen humor de ambos en la conversación con este diario desaparecía de pronto cuando el negacionismo contra las vacunas de la Covid saltaba a la palestra. Con un gesto de la cabeza que denotaba la complicidad tácita entre ambos tras 25 años de trabajo en común, Karikó, que hasta ahora llevaba la iniciativa, callaba y daba pie a Weissman a contestar. La expresión del tranquilo catedrático de la Universidad de Pensilvania cambiaba entonces. La mirada y las palabras se endurecían mientras hablaba de las amenazas de muerte que estaban soportando su equipo y sus familias por culpa del discurso radicalizado y conspiracionista.
«Es absolutamente horrible«, denunciaba. «Recibimos amenazas de muerte cada semana, tenemos al FBI y a la Policía montando guardia en el laboratorio. A Katie [Karikó] y a mí nos llaman asesinos de masas«, proseguía, indignado. Los médicos estadounidenses que atacaban la tecnología de ARN mensajero, explicaba, no tenían ningún reparo en vender a sus pacientes otros remedios, como la hidroxicloroquina, que la práctica médica ya había descartado. Los «extremistas» que clamaban por libertad de no vacunarse, por otra parte, habían perdido «la noción de una sociedad basada en la protección el uno del otro«.
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«La polítización ha sido horripilante. Me avergüenza comparar los índices de vacunación en Estados Unidos con los del sur de Asia o los de España», lamentaba, antes de recuperar el buen humor recordando el episodio de la mujer que trató de pegarse cucharillas al cuerpo argumentando que la habían imantado. «¡Nunca perdería las llaves!», bromeaba. Tantas dificultades y obstáculos para acabar en la diana de los radicales: ¿consideraban los investigadores que había merecido la pena? «¡Pues claro!», cortaba Karikó, aparcando la sonrisa ante la pregunta. «¿No lo ha comprobado usted mismo?», respondía, señalando el antebrazo vacunado del periodista.
Un premio a la constancia
«Durante 40 años no solo no recibí ningún premio, sino que no tuve ni apoyo económico«, rememoraba Karikó al recibir en 2021 el premio Princesa de Asturias junto a otros destacados investigadores de las vacunas de ARN mensajero. Proveniente de una familia extremadamente humilde, fueron sus excelentes calificaciones lo que le permitieron obtener una beca de la Academia de las Ciencias de Hungría para entrar a investigar en el Centro de Investigación Biológica de Szeged (SZBK). En 1985, cruzó el telón de acero con su marido y su hija pequeña buscando mejores oportunidades para su investigación en Estados Unidos.
La visión de Karikó sobre el ARN mensajero estaba clara. Se trata de la secuencia que codifica las ‘instrucciones’ para que las células fabriquen determinadas proteínas. El ARNm sintético creado en laboratorio podría servir para entrenarlas para generar una respuesta inmune específica. Pero Karikó no pensaba en un virus respiratorio: al igual que Uğur Şahin y Özlem Türeci, creadores de BioNTech, tenía al cáncer e incluso al VIH/Sida en mente. Sin embargo, la técnica presentaba enormes dificultades: en primer lugar, los ratones tratados con ARNm sufrían una reacción inflamatoria dañina. La molécula, por otra parte, se deterioraba rápidamente.
Las oportunidades que Karikó esperaba encontrar no fueron tal. Pasar del sistema del bloque soviético -de su plaza académica a la guardería garantizada para su hija- a la brutal competitividad del estadounidense fue un choque. La falta de avances de su investigación sumada a su precaria situación -un jefe de departamento la habría denunciado a inmigración cuando se enteró que buscaba otro puesto- la llevaron a ser despedida de varias universidades y relegada. Cuando conoció a Weissman en 1998, no tenía fondos ni laboratorio. Su amistad comenzó como muchas otras en la universidad: mientras hacían cola en la fotocopiadora.
Weissman también era considerado un outsider: acababa de entrar en la universidad de Pensilvania con la idea de resolver el enigma del ARNm terapéutico. Uniendo fuerzas, lograron resolver el rompecabezas alterando una de sus bases nucleotídicas: cambiar químicamente la pseudouridina por la uridina evitaba la inflamación. Este avance, publicado en 2005, tampoco obtuvo notoriedad. En paralelo, Robert Langer, fundador de Moderna, había descubierto cómo proteger la molécula de ARNm con una capa inocua de grasa. Todos estos avances cristalizaron en 2019 cuando Şahin y Türeci decidieron probar a aplicarlos contra un nuevo coronavirus detectado en China.
«Es el premio a la constancia, sobre todo de Katalin Karikó, que jugó un papel esencial en el desarrollo de esta tecnología, y que perseveró a pesar de ser un trabajo poco reconocido por la ‘academia oficial'», valora el virólogo Jose Alcamí, director de la Unidad de Inmunopatología del SIDA (Instituto de Salud Carlos III) en declaraciones a Science Media Centre. «El mensaje es que hay que apoyar la buena ciencia, sin exigir que sea traslacional de entrada, porque no sabemos hasta dónde llegará la investigación básica, aparentemente más alejada de la aplicación práctica».
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