Puede que ‘El chico y la garza’ resulte ser la última película de la filmografía de Hayao Miyazaki pero, pese a lo que se ha dicho de ella mientras se la promocionaba, también puede que no. El maestro japonés, después de todo, ha anunciado su retirada sucesivas veces a lo largo de los años, la más reciente tras el estreno de ‘El viento sopla’ en 2013. Pero en cualquier caso, este nuevo largometraje, el primero que dirige en una década, tiene maneras de inventario o incluso de testamento, en cuanto que Miyazaki parece servirse de él para ponderar el impacto de su cine, su legado artístico y su futuro.
Elegida por el Festival de San Sebastián como título inaugural de su 71ª edición y como excusa para otorgarle un Premio Donostia en honor a cuatro décadas de carrera durante las que -gracias a ficciones como ‘Mi vecino Totoro’ (1988) y ‘Porco Rosso’ (1992) además de las arriba citadas- se ha confirmado como uno de los autores más importantes tanto en la historia del cine de animación como la del cine a secas, la nueva película cuenta la historia de Mahito, un niño cuya madre murió en un incendio durante la Segunda Guerra Mundial y que, tras mudarse al campo con su padre, descubre un portal a una dimensión oculta atraído por una criatura grotesca cuya cabeza humanoide asoma por el pico abierto de una garza. La odisea que el muchacho vive a partir de entonces por ese mundo paralelo en el que los vivos se entremezclan con los muertos, y que no es sino metáfora de su proceso de duelo por su madre, lo llevará a conocer a una pirata que surca un mar de sueños, a cruzarse con criaturas adorables que se hinchan como globos, a huir de periquitos gigantes de tendencias fascistas y a reunirse con un señor del tiempo que controla el universo y que por supuesto es un trasunto del propio Miyazaki.
‘El chico y la garza’, pues, transcurre mayormente en una realidad alternativa que a la vez es encantadora y aterradora, y que el director usa como escenario desde el que dar nuevos usos a elementos y temas ya manejados en su obra previa -la premisa argumental de la película, sin ir más lejos, conecta estrechamente con la de ‘El viaje de Chihiro’-; y entretanto, también como de costumbre en su cine, regala a nuestra vista imágenes que parecen haber cobrado vida no por el lápiz de un artista sino más bien por un poder superior. La peripecia argumental que ilustran por momentos transcurre algo confusa, y la película ocasionalmente da muestras de perder el fuelle narrativo antes de adentrarse en su conmovedor tercer acto, pero nada de eso le impide funcionar a modo de reflexion tan melancólica como extrañamente reconfortante por parte de su autor sobre la impermanencia de las cosas, las personas a las que amamos y, decimos, también la de sí mismo.
Miyazaki ya ha cumplido los 82 años y, al menos a juzgar por lo que cuenta en ‘El chico y la garza’, tiene asumido que se irá de este mundo sin haber logrado que los ideales utópicos que ha defendido a través de sus películas -por ejemplo, el fin de las guerras y la armonía entre el hombre y la naturaleza- dejen de ser simplemente eso, y que corresponderá a las nuevas generaciones seguir luchando para que se hagan realidad; que Studio Ghibli, la exquisita productora de ‘anime’ que fundó y de la que ha sido cabeza visible todo este tiempo, tendrá que buscarse un nuevo líder; y que, aunque sus películas están destinadas a ser objeto de estudio y admiración durante siglos, la vida seguirá aunque él ya no esté. Y si ‘El chico y la garza’ en efecto acaba siendo la última que complete antes de que eso suceda, podremos decir a gritos que su despedida fue triunfal.