Me he dado cuenta de que en catalán Gabriel Rufián grita más, que en la tribuna del Congreso parecía un generalón de palio o un alcalde de Berlanga, entre la pasión, la agonía, la afonía y el motín. A ver si se trata de eso, no de lo que se diga ni de lo que se entienda en las muchas lenguas oficiales, cooficiales, plurales o singulares, sino de sonar a cañonazo, unos, o sonar a pobrecicos, otros, o sonar a matraca, los de más allá. En el Congreso se inauguraba la era del pinganillo y yo creo que es una era sólo para que los oradores nacionalistas se escuchen a sí mismos en el latín de su pueblo, como el cura de su pueblo, y para que los vean en su pueblo, como se ve a un ciclista del lugar, mientras el resto de sus señorías parecen adormecidos en ruido blanco, en brisilla fonética, en bisbiseos de sirena o en el rompeolas del euskera. Quiero decir que los pinganillos se resbalaban, o sólo cogían interferencias, o a sus señorías les daba pereza cogerlos, como las gafas de leer, o las otras gafas para poder distinguir los subtítulos pequeñitos en las pantallas. La verdad es que no veía yo a casi nadie con el cacharro, ni con interés, que yo imaginaba que la progresía iba a estar escuchando esa pasión de la España plural como se escuchaba el carrusel deportivo de Pepe Domingo Castaño. Pero no. Yo creo que esta España plural daba más que nada sueño, como coser en la mecedora, como la hora de la telenovela turca con el volumen bajado.

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