Que no debemos celebrar una victoria del Valencia ante un gran equipo y haciendo un inmenso partido? ¿Pero de verdad estamos planteando esto? ¿En serio? ¿O es que en el Valencia ya todo vale para seguir con la guerra? Una guerra que, por cierto, y como ya he explicado en otras ocasiones, no se gana de esa manera. No recuerdo un solo día en el que haya ganado mi equipo y yo no lo haya disfrutado. Y si además ha sido en una de esas grandes tardes o noches… muchísimo más. El sábado, como todos, enloquecí con cada gol, y sentí un inmenso orgullo al ver que un grupo de críos y un puñado de veteranos entregados a la causa le daban una lección a uno de los favoritos para ganar la Liga.

No entro en lo de hacer la ola y demás, porque eso no me ha gustado nunca, pero si no dejamos que el valencianismo sea feliz a rienda suelta cuando gana su equipo… ¿para qué sirve todo esto? ¿Le digo a mi hija de nueve años que no disfrute del momento porque Lim y porque no sé qué? Me parece que en muchos sentidos estamos perdiendo el norte. Y que a Mestalla le hacemos de menos. Nuestro amado Mestalla el sábado dio muchas lecciones en una misma clase: llenó el campo con casi 46.000 personas, aplaudió a un jugador lesionado del rival (uno del mismo color de piel que Vinicius Jr aunque no igual de maleducado) y animó al equipo con furia durante todo el partido. Ah, y con 3-0 en el marcador le cantó al dueño que no le quiere, a pulmón abierto.

Y eso lo hace la gente. El valencianista que se ha sacado el abono, el que compra la entrada, el que se va a la tienda a por su camiseta hasta completar 1,2 millones de euros de ventas en agosto, cifra que supone un récord histórico. ¿Que no podemos alegrarnos? Sí. Sí podemos. Claro que sí. Hasta reventar. Con todo y sin límite. Que ya está bien, hombre. Ya está bien. Que aquí nadie estaba pensando en Europa, en ganar la Liga o demás tonterías por el estilo. Aquí sólo había orgullo y satisfacción, que al final es de lo que va esto.

También quiero hablar de Mestalla y del Nuevo Mestalla: y empezaré diciendo que yo no entendería mi vida sin el Valencia y sin Mestalla. Tengo 49 años y todos ellos pasan por mi equipo y por mi estadio. Allí he ido con mis dos abuelos. Allí me han llevado mi padre y mi madre. Allí he asistido con mis amigos, con mi primera novia, con mi mujer. Y allí, ahora, tengo la gran suerte de poder ir con mi hija. Ese montón de cemento es mi vida. De niño a hombre, ése ha sido mi paso por Mestalla. Y sigo como el primer día, oiga. Aún hoy sigo sintiendo ese cosquilleo difícil de explicar cada vez que entro, y, si tengo que pasar cerca, hago todo lo posible por que sea por delante la puerta.

Una vez dicho esto, lo cual no cambio por nada del mundo, he de decir que el debate que se ha creado sobre si podemos quedarnos en el viejo Mestalla no lo entiendo. Y lo digo con todo el respeto hacia quien, más allá de los argumentos que como valencianistas podamos compartir, piense lo contrario. Reflexionemos, por favor. Hemos invertido más de 150 millones de euros en el futuro campo. 25.000 millones de las antiguas pesetas. Y hay una sentencia judicial en contra y pendiente de ejecución por la que 12.000 localidades irían por el aire. Nos guste o no, Mestalla no tiene más espacio para crecer (a no ser que el consistorio cediera los terrenos del «ayuntamiento nuevo”). Y por si todo esto no fuera bastante, luego está lo de la vergüenza que hemos pasado durante los 14 años que llevan las obras paradas. Un bochorno así no cabe ni en dos estadios, ya sean viejos o nuevos.

Lo que acaba pasando siempre (y siempre es siempre) es que hablar de fútbol no nos gusta. No nos viene bien nunca. Baraja lo dice muchas veces, y lo dijo Marchena cuando proclamó aquello del ruido que dificulta centrarse en lo que toca. Pues ahora se repite la historia. En lugar de disfrutar con el crecimiento de la pandilla de Javi y Diego, la cual cada vez va sumando más integrantes (lo de Mosquera ya es una realidad), ahora el nuevo drama consiste en ponerse a elucubrar cuánto tiempo pasará hasta que Guerra sea vendido. De verdad que no nos entiendo. Por más que lo intento me es imposible. Aunque claro, cuando dices todo esto, y aunque lo hagas sin faltar al respeto a nadie, te llevas insultos de todos los colores por parte de los radicales guardianes de la moral. ¡Disfrutad del Valencia, por Dios! ¡Permitíos ser felices, aunque sea sólo a medias! ¡Saboread los rayos de sol que asoman por los nubarrones de Meriton! Por vuestro bien os lo digo. Y por vuestra salud. Pocas cosas sé y una de ellas es que estar siempre amargado es muy malo para el cuerpo.