Pareja abrazada.
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La otra noche, una de esas de domingo que uno intenta alargar todo lo que puede para evitar que llegue el lunes, el algoritmo, ese ente que sabe más de nuestra vida que nuestra madre, hizo que sonara una canción que hacía 30 años que no escuchaba: ‘So far away’, de Dire Straits. Flotaban en el aire esos acordes de guitarra tan característicos de Mark Knopfler, y yo me subí en un «Concorde» al pasado, a velocidad sideral, pues la música y el olor son el camino más corto a la regresión freudiana. De pronto, como Gurb, aterricé en Barcelona, mayo de 1992, en un piso señorial de la Ronda del General Mitre. Un piso bonito, de muebles modernos, de los que se vendían en «Vinçon» y se estilaban en aquella Copenhague meridional que quería distinguirse del resto de España, más clásica y barroca, por lo depurado de sus diseños. En aquel apartamento de revista había cuadros de Tàpies, de Chillida, de Gordillo, y de otros muchos, a cuál más abstracto. El conjunto era armónico sin ser frío. Aquella tarde de mis 13 años y pico, E me invitó a ir a su -aquella- casa. Nos acompañaban mi amigo V y su amiga C. El plan se salía de mi rutina infantil, y me sentía como un espía sin pasaporte diplomático al otro lado del telón de acero. Ellas parecían saber lo que hacían. Nosotros, todavía en uniforme de pantalón corto, como nuestra malicia, nos dejamos llevar, entre temerosos y excitados. Al llegar al piso, las mochilas y los zapatos quedaron amontonados en el recibidor, un talayot colegial. Quizá nuestra anfitriona sacara algo de beber. Nos llevó a un saloncito del que solo me viene a la memoria un gigantesco aparato de música, un rascacielos en miniatura, y unos bafles cuyo tamaño en aquel tiempo iba en función del poder adquisitivo de su propietario. Al cruzar el pasillo hacia el improvisado boliche, vi a uno de sus hermanos, mayor que nosotros, leyendo en un cubil sobre una chaise longue ‘Le Corbusier’, ajeno a nuestra vida de rapaces, como esperando al dentista, pero sin miedo. Casi todos mis recuerdos visuales de aquella tarde enfocan al suelo, como un mal director de cine: la moqueta azul marengo, los pies de geisha de nuestras compañeras, los míos como sarmientos, sus rodillas rohmerianas, las faldas tartán plisadas, mis pantalones de franela gris como de “Los 400 golpes”… Intuía que aquella no iba a ser una tarde cualquiera, cuando E preguntó:»¿Bailamos?». Ahí dejé de ser niño. Esa pregunta capciosa, en apariencia inocua, suponía ese salto estilo «Fosbury» que se da de una infancia de fútbol y pan con chocolate a la incertidumbre de la vida adulta. El que consiste en abrazar por vez primera a una niña que quiere ser mujer, mientras tú no eres más que arcilla mojada detrás de unas gafas de varios aumentos. Sentí vértigo en ese tránsito, uno de luz que es antesala de una selva ignota de preocupaciones, pues, ¿qué es el amor adolescente sino turbación y enredo mental? La banda sonora de ese momento, mucho más relevante que la pérdida de la virginidad, de ese primer contacto íntimo con la niña que no quieres admitir que te gusta pero que nunca te quitas de la cabeza, ese umbral a la pubertad, fue ‘So far away’. Bailaba a la distancia torpe de quien se sabe inmaduro frente a esa némesis que queremos sea mimesis. Esa inseguridad mía se manifestaba en un calor que no era el de los veranos en la playa; en mi gesto serio, acorde con la gravitas de ese rito de paso, y en una entrepierna en rebelión, que sólo añadía vergüenza al momento. Mientras la letra de la canción evocaba distancia, ella hacía por acercarse, y yo la dejaba, y al poco me arrimaba con temor reverencial, nervioso como un maletilla, hasta que nuestras cabecitas, su pelo rubio y lacio en coleta, el mío, fosco y rizado como mi mente, todo maraña, se entrecruzaban y parecían levitar por encima de nuestros cuerpos, con Knopfler tocando el milagro, en un lance eterno de apenas tres minutos que no quería que acabara nunca y que temía romper con un beso que moría por dar, pues los besos, es sabido, desde Judas a Rubiales, nunca son inocentes, como lo éramos nosotros. Ahí empezamos a dejar de serlo. Ahí nos hicimos mayores.