Uno de los efectos que nos ha deparado el individualismo posmoderno ha sido, indudablemente, la transformación del amor. La ideología de género y todo lo queer vienen después, pero todas esas tendencias tienen como postulado una concepción de lo amoroso que lo desliga de la comunicación y se centra en la genitalidad. O sea, que confunde amor y deseo.
Con independencia del reproche que eso merezca, de lo cuestionable que sea, en el fondo, late una autonomía patológica. Y de la misma manera que se considera un ataque a la independencia, criticar opiniones o formas de vida ajenas, como si nadie tuviera derecho a manifestar sus puntos de vista, también se considera un ejercicio extemporáneo de paternalismo, pensar que los otros puedan tener la osadía de aconsejarnos.
Es cierto que a veces no es posible diferenciar las actitudes condescendientes ante los demás, de las que muestran benevolencia. Pero hoy la cultura pública parece que ha asumido que el amor se identifica necesariamente con el deseo, es decir, sobre el yo, no el tú. Los clásicos -siempre tan certeros- diferenciaban entre la concupiscencia o el anhelo desordenado, en el que uno es el centro, del amor benevolencia, es decir, aquella entrega tan desinteresada que pospone lo de uno por el bien de la persona amada.
Claro está que amar el bien del otro supone una vulneración de su autonomía, pero siempre y cuando entendamos que esta exige cortar los puentes -hasta la simpatía- que nos ligan al prójimo. Amar con benevolencia no significa atentar contra la libertad de quien nos acompaña, ni creernos superiores a él, pero sí saber que hay bienes que nos perfeccionan. Y el reconocer que todos, con un poco de inteligencia, podemos determinar cuáles son.
“Pero hoy la cultura pública parece que ha asumido que el amor se identifica necesariamente con el deseo, es decir, sobre el yo, no el tú”.
Una autonomía malentendida quizá nos salve del paternalismo, pero nos lleva a una política de brazos cruzados ante los dislates de quienes nos rodean. Si fuéramos tan calculadores y listos como suponen muchos racionalistas, sabríamos que hay personas que se equivocan y que cuando uno se dirige hacia un precipicio, lo mejor es sugerirle que tome otro camino.
Somos hiperrespetuosos ante las opiniones ajenas, pero solo ante algunas. Por ejemplo, hemos de respetar a quien desea quitarse la vida -algunos, como el famoso personaje de Dostoievski, consideran que el suicidio es la máxima expresión de la libertad-, pero se vilipendia a quien sostiene que no hay vidas indignas, lo cual -estemos o no de acuerdo- es una opinión, al menos, igual de respetable.
En la filosofía moral contemporánea se ha puesto de moda el cuidado y algunas pensadoras han llegado a la conclusión de que la solicitud por los demás, especialmente cuando se encuentran en situación de dependencia, es un valor prioritario. Ahora bien, quienes se inscriben en esta tendencia suelen extremar la precaución, esforzándose por evitar una intromisión exagerada en la vida del otro que haga que se resienta su libertad.
“Como adultos emancipados, estoy seguro de que todos hemos echado de menos a veces la tutela cariñosa de nuestros padres. O los consejos de los buenos amigos”
Bajo esta lógica, estamos condenados a la concupiscencia. ¿No se podría considerar un acto de imposición desear el bien del otro? ¿Quiénes somos nosotros para saber lo que es bueno para otro o inducirle por un determinado camino? Eso supone una inversión radical del legado ético de nuestra cultura: un síntoma, por emplear la expresión de J. F. Braunstein, de que la filosofía -o la cultura- se ha vuelto loca.
Hesíodo -y con él, Aristóteles– diferenciaron con su aguda perspicacia tres tipos de seres humanos. Ya sé que hoy las clasificaciones nos repugna -y más las antropológicas-, pero no me resisto a recordar que, para ellos, primero estaban los que guiaban su vida conforme a la razón, los sabios; después, los que, sin ser sabios, no tenían nublados el sentido común y seguían a los primeros. Por últimos, los locos, esto es, individuos que ni eran racionales ni seguían los dictados de aquellos más competentes.
Por si alguien considera que se trata de una tipología antidemocrática y elitista, conviene no pasar por alto dónde y quiénes fundaron el sistema que hoy nos rige; en Atenas había defectos y nunca estuvieron exentos de tiranos, pero allí, por ejemplo, los cargos se elegían por sorteo. ¿Acaso hay algo más igualitario?
Como adultos emancipados, estoy seguro de que todos hemos echado de menos a veces la tutela cariñosa de nuestros padres. O los consejos de los buenos amigos. Y muchos todavía seguimos pensando que el amor no consiste en mirarnos el ombligo con más arrobamiento, sino a otra persona, dejando que alborote nuestra vida y decidiéndonos a procurar su bien ¿Acaso hay un ejercicio más noble y hermoso de libertad?