Özlem, afortunada de vivir en una casa encima de una colina de roca, tuvo suerte. El subsuelo rígido de su edificio le salvó la vida a ella y a su familia. Eso ocurrió hace ya siete meses, en un terremoto de madrugada, la del 6 de febrero, que causó la muerte de 50.000 personas en el sureste de Turquía y el noroeste de Siria.
Pero ahora, Özlem, más de medio año después, sigue acumulando más dosis de buena suerte. Su edificio aguantó, está entero. Fue catalogado como seguro. Özlem y su familia viven bajo su propio techo. Cientos de miles de sus vecinos de la ciudad de Antakya, en la región de Hatay —la más afectada por el seísmo— no pueden decir lo mismo.
«A pesar de todo el tiempo que ha pasado, el acceso al agua potable es increíblemente difícil y la vida normal se hace imposible. Los supermercados se han vuelto carísimos y la comida que llega está en malas condiciones. Es imposible moverse por la ciudad por todos los derribos que ocurren. Hay accidentes de tráfico constantemente», explica esta mujer de mediana edad, profesora de escuela primaria.
Peligro bajo los escombros
La destrucción por el terremoto fue tal que las tareas de retirada de los escombros siguen en toda la región, y miles de edificios dañados —fueron 300.000 en total— siguen a la espera de ser demolidos. Y ahora, con el subsuelo ya calmado y las réplicas cosa del pasado, el peligro acecha precisamente dentro de estos edificios.
Las ciudades afectadas por el seísmo viven este final de verano dentro de una neblina de polvo y arena levantada por las máquinas excavadoras. La vida a duras penas sigue dentro de estas nubes en suspensión, pero los peligros son muchos: los expertos avisan de los graves riesgos para la salud que una exposición constante a estas puede tener, sobre todo por el polvo de amianto, material, como en España, presente en la construcción de gran número de edificios construidos en el siglo pasado.
El Gobierno turco, sin embargo, asegura que los niveles de partículas de amianto en el aire en las zonas afectadas es menor que el máximo recomendado. «Las escuelas han abierto este septiembre, pero yo no lo celebro. Mientras continúan los derribos y hay gran riesgo de sufrir cáncer en el futuro, los niños no deberían ir al colegio. Y mientras todo ocurre, mientras los niños viven en ciudades de metal, con parte de sus familias enterradas, tenemos que puntuarlos, esperar de ellos buenos resultados académicos…». Las quejas siguen: «Hay escuelas que incluso no han sido inspeccionadas por si tienen daños estructurales«.
Destrucción y construcción
En los primeros días tras el seísmo, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, prometió la construcción de viviendas para todos los nuevos sin techo, millones de personas, en un plazo de un año. Siete meses después, cientos de miles viven aún en campos de refugiados hechos de contenedores de mercancías reconvertidos en viviendas improvisadas.
En estas nuevas ciudades de metal, la vida, con el calor del verano, ha sido infernal. «Damos gracias al Gobierno por darnos estos contenedores, pero nuestra vida es increíblemente difícil», dice Yasemin, una madre de familia, al periódico turco ‘Duvar’:
«Todo ha llegado muy tarde. Si hubiese llegado antes, puede que no hubiese muerto tanta gente. Estamos vivos, pero no podemos decir que vivimos; morimos con los otros. Estamos de pie, pero es como si hubiésemos muerto. La vida en estos contenedores no es vida, de verdad».
Los números asustan. Según el Banco Mundial (BM), los daños materiales directos del terremoto ascienden a los 34.000 millones de dólares, a los que tienen que sumar los 64.000 millones de dólares que costará la reconstrucción de todo lo arrasado.
Todo esto, sin embargo, es macroeconomía. En estas cifras no están incluidas las más de 50.000 vidas perdidas por el seísmo ni el enorme esfuerzo que requerirá recuperar una ciudad milenaria como Antakya, perdida en tan solo unos pocos segundos, 75 para ser exactos, una noche de domingo de febrero.