Acabo de leer un artículo sobre los atributos que tienen las personas que hacen la vida agradable a los demás. Soy presa fácil para cualquier escrito basado en listas o enumeración de consejos y me pueden los titulares del estilo: «Los diez alimentos antiinflamatorios» o «Las cinco costumbres que contribuyen a tu felicidad». De ahí que no pudiese resistirme al titulazo: «Las seis cualidades que tienen las personas de mejor convivencia». Una de ellas es la generosidad.
En la época en la que las cartas eran un medio de comunicación como otro cualquiera, una amiga de la pandilla estival me recriminaba que no respondiera a sus misivas con la misma intensidad y ritmo con los que ella me escribía. Su solución fue enviarme un sello dentro de un sobre para agilizar el diálogo. Todo iba bien hasta que llegué a la postdata donde, con letra mayúscula y subrayado en color rojo, me aclaraba que podría devolverle las veinticinco pesetas que le había costado la estampilla cuando volviéramos a vernos en once meses. Y ahí le perdí el rastro.
Hay gente que siempre está preparada para pagar el café del acompañante y los hay que suelen irse al baño cuando llega el momento de sacar la cartera. Recuerdo con cierta nostalgia las cenas entre amigos universitarios en las que uno argumentaba que debía descontarse un par de pesetas porque no había tomado postre. Era, sin duda, el que menos ligaba. Porque ser agarrado es, entre otras cosas, poco sexi. Al margen de batallitas anecdóticas, hay que reconocer que compartir hace la vida más amable. La de quien comparte y la de quien es agasajado. Y, aunque es cierto que hay gorrones y sanguijuelas que sólo ansían recibir, ésos no son hoy los protagonistas.
La generosidad material es importante y la emocional lo es aún más. Puedo sentarme a tomar una caña, aunque sea a regañadientes, con alguien que jamás me invitará, pero me cuesta sobremanera pasar tiempo con quien es incapaz de darse a sí mismo. Son los que siempre se quejan, ven el vaso medio vacío, sus problemas son más complejos que los ajenos y su dolor de cabeza más intenso. Jamás preguntan por el estado emocional de su interlocutor y nunca regalan una palabra amable, un piropo, una sonrisa, un gesto o una actitud cariñosa. Son agujeros negros que engullen la energía y la luz de los que están a su alrededor.
Tuve una profesora que defendía que la enseñanza era un acto de generosidad. Porque consideraba imprescindible compartir con los estudiantes su pasión por la Literatura. Esa actitud caló y la mayoría somos hoy grandes lectores. Ahora, que el curso está a la vuelta del fin de semana, deseo que haya muchos maestros ansiosos por transmitir conocimiento e inquietud por aprender. Que los alumnos tengan la suerte que tuve yo con mi profesora de Química, que se quedaba un rato después del colegio para corregirme errores. O con mi profesor de Filosofía, que me prestaba libros que creía que podrían interesarme. O con mi profesora de Inglés, que me instruía acerca de la estupidez de estar sujeta a la presión de los cánones de belleza convencionales. Todos fueron grandes enseñantes y compartían, cómo no, la cualidad de ser generosos. Se daban a sí mismos. Vaya privilegio.