El viaje del Papa a Mongolia, con apenas 1.500 católicos, ofrece una imagen paradójica para quienes han considerado que el tercer milenio está llamado a ser el de la evangelización de Asia. No es posible conocer los designios de la Providencia, pero sí resulta fácil, en cambio, percibir que este viaje apostólico desprende un aroma nítidamente evangélico. Francisco quiere, en primer lugar, confirmar en la fe y en la misión a una pequeña comunidad resurgida tras una dura persecución durante los años de régimen socialista, sostenida hoy gracias a la generosa entrega de misioneros de todo el mundo. El Papa la ha definido como “una Iglesia pobre, que se apoya solo sobre una fe genuina, sobre la inerme y desarmante potencia del Resucitado, capaz de aliviar los sufrimientos de la humanidad herida”.

Es a través del testimonio de vida fraterna y de cercanía a la gente como se hace creíble el Evangelio, sin pretensiones de ninguna imposición, sino más bien desde la mano tendida y una actitud siempre dispuesta al diálogo y a la colaboración por el bien común de la sociedad, como se desprende del propio lema de este viaje: “Esperar juntos”. Además de los emotivos encuentros con la comunidad local, liderada por el cardenal más joven de la Iglesia, destacan en el programa el encuentro ecuménico e interreligioso de este domingo, y como brocha final, la inauguración de la Casa de la Caridad, dos hitos significativos que resumen a la perfección el sentido y objetivo de este viaje al país con una de las poblaciones católicas menos numerosas del planeta.