Picasso tenía 24 años cuando una tarde de mayo de 1906 en la que amenazaba tormenta llegó con sus pinceles, telas y pinturas y acompañado de su primera pareja estable, Fernande Olivier, ambos a lomos de mulas, a Gósol, aislado pueblo del Berguedà a los pies del Pedraforca, rodeado por la sierra del Cadí. Procedentes de París, pasaron en la localidad del Pirineo de Lleida, entonces de 700 habitantes, unas nueve semanas, durante las que el artista realizó 302 piezas, entre esbozos, dibujos y óleos, de sus gentes y paisajes ocres. Fue una estancia «transformadora y fundamental para él, que le sirvió para superar la crisis artística que lo tenía bloqueado. Llegó como un pintor ochocentista y se fue como germen de la modernidad» y del cubismo, explica, bajo el balcón de la habitación de la fonda Cal Tampanada, en que se alojó la pareja, el escritor Iñaki Rubio, que rescata este poco conocido episodio de la vida del genio malagueño en ‘Pau de Gósol’ (Comanegra).
Dentro del Año Picasso, que conmemora medio siglo de la muerte del pintor, el nuevo libro del autor de ‘Morts, qui us ha mort’ (2021) es una de las novedades de la ‘rentrée’ editorial catalana (saldrá en castellano en 2024) y antesala de la exposición que prepara el Museo Reina Sofía de Madrid para este noviembre, centrada en 1906, el año de la transformación.
Del harén al prostíbulo
Venía Picasso de recrear paisajes y escenas clásicas, realistas y retratos figurativos. Y fue ese año en Gósol donde pintó ‘El harén’, óleo con cuatro mujeres que pueden ser la misma -los expertos dicen que es Fernande- en distintas perspectivas y un hombre sentado, él mismo, como Baco. «Por composición y por temática es un antecedente de ‘Las señoritas de Avignon’ (1907), que refleja un prostíbulo y es el primer cuadro moderno de Picasso», con el que rompía con el realismo y abría las puertas del cubismo, añade Rubio, barcelonés y andorrano de adopción, que no buscó escribir un ensayo sino usar «las herramientas del novelista» para seguir los pasos de Picasso aquellas semanas. Días en que incluso llegó a firmar, ya no como Pablo sino como Pau, las cartas que envió a su amigo el escultor Enric Casanovas, como dan fe algunas de las que expone hoy el Centre Picasso del Ayuntamiento de Gósol junto a reproducciones de sus obras.
El pintor venía de París, donde aún no era conocido y vivía en un taller de Montmartre «en la precariedad bohemia. Buscaba su identidad como artista, pero sufrió un bloqueo artístico», apunta el autor. Estaba pintando el retrato de la escritora Gertrude Stein, coleccionista de arte y su primera patrocinadora. Pero tras innumerables sesiones de posado no conseguía terminar el rostro. Así que dejó la cara en blanco y, por consejo de Casanovas, se escapó a Gósol, donde pensaba también concebir su primer hijo con Fernande.
Descubrir en la iglesia antigua la talla románica de la virgen de Gósol, con su rostro hierático, rígido e inexpresivo le inspiró, señala Rubio, para pintar rostros más abstractos que evocan máscaras de ojos almendrados, pero dotados de sentimiento, y para romper las perspectivas, acercándose a la solución que necesitaba para el retrato de Gertrude Stein. Fue lo que hizo nada más volver a París, terminarlo con ese nuevo estilo que ya avanzaba el cubismo y sin tener a su mecenas posando. El hermano de esta le dijo que no le iba a gustar el resultado porque no se le parecía, apunta el novelista. «Ya le gustará», le respondió un Picasso ya seguro de su rumbo creativo.
Rubio habló con los descendientes de los vecinos de Gósol que Picasso retrató, acudió al libro de referencia de Jèssica Jaques, ‘Picasso en Gósol: un verano para la modernidad’, y a documentos diversos. Uno de ellos, el Carnet Catalán, pequeño cuaderno que hoy conserva el Museu Picasso de Barcelona y del que se expone un facsímil en Gósol. Está repleto de esbozos y dibujos donde se perfila el nacimiento del cubismo y de anotaciones, como la dirección de Apollinaire o un poema de Josep Carner.
Contó el escritor con la ayuda de Joan Ganyet, vecino y descendiente de algunos de los retratados, que le abrió las puertas de su casa, Cal Benet, frecuentada por el artista, y medió para que pudiera visitar la habitación que ocupó en Cal Tampanada, hoy una casa privada.
La misteriosa Herminia
En el hostal, el pintor entabló amistad con el anciano que lo regentaba, Josep Fontdevila, a quien le legó un retrato con el estilo de aquellas máscaras. Muchos otros los dedicó a Fernande -preferentemente en escenas de ‘toilette’, desnuda- y a las mujeres del pueblo, cuyos hombres trabajabajan mayormente fuera, en el campo, como pastores o contrabandistas. «Con los años se supo que era machista y misógeno pero ya desde joven su relación con las mujeres era tremenda. En París, a Fernande la tenía controladísima», apunta el novelista. Entre aquellas mujeres, una en especial, «la misteriosa Herminia, que aparece en 17 dibujos y con referencias enigmáticas como ‘la virgen vieja’». Rubio, que cree que el nombre es falso, intentó identificarla en fotos antiguas sin lograr una prueba concluyente. Es en este supuesto enamoramiento o fascinación por ella, donde el novelista se deja llevar más por la ficción.
Casi de un día para otro, Picasso dejó Gósol, de nuevo ayudado de mulas, que esta vez cargaban un ‘botín’ de 301 obras rumbo a París. Solo se dejó una, el retrato de su ya amigo, Josep Fontdevila.