Uno se mete en la piscina y sin darse cuenta se desliza hasta una repisa desde la que contempla el mar. Esta continuidad casi fluvial, propia de las piscinas infinitas, es de tanta belleza que te transporta a un territorio ajeno a toda contingencia, porque también tú mismo eres agua que se pierde en un horizonte indefinido. No acabas de saber donde estás, tal vez volando, convertido en pájaro húmedo. Atardece con suavidad, y los bañistas desaparecen a tu alrededor hasta quedar absolutamente solo en la piscina. Como en la nada, pero habitada de serena y acogedora ventolera que te invita a dejarte poseer por la toalla casi cálida. Y sientes que formas parte de una belleza contenida como la que inunda el sol poniente sobre el mar. Así, apoyado en tal repisa, casi agua con el agua, dejas de parecerte racional para entregarte a tu escondida animalidad, siempre agazapada y casi siempre reprimida. Es un extraño momento, como si la piscina fuera un velero semejante a los que se contemplan tan cerca y que se exhiben tan señoriales que casi resultan insultantes.
Entonces, cierras los ojos casi con fuerza para gustar, apenas breves instantes, tu propia mismidad, ese aullido indescifrable que te sube de la planta de los pies y convierte las ideas en materiales objetos inalcanzables, como si recuperaras uno de esos momentos metafísicos ya perdidos en la nebulosa del pasado, pero que permiten estructurar la propia vida de forma consistente y fecunda. Sin apenas percibirlo, sales de la piscina, y ya puesto en pie, descubres que solamente eres un breve y sencillo ser humano, en búsqueda de la felicidad, eso que siempre perseguimos y casi nunca alcanzamos. Pero cuando lo consigues, haces de tales momentos material de eternidad, y te sientes una partícula de divinidad, la que te fue dada y que tal vez perdiste en el camino. Sobre la repisa, al otro lado de la piscina, el agua se desliza y, con ella, te dejas llevar hacia ese mar tan distante como acogedor. Lejos queda la ciudad, el barullo, incluso esas pasiones enfermizas que nos atormentan e inquietan.
Algunos lo llaman plenitud, y estoy de acuerdo. Una plenitud que parece desposeerte de todo mal posible, pero que, al cabo, miras alrededor y escuchas los gritos de la muerte, los silencios de la aniquilación, y sobre todo, el llanto de los que sufren sin remedio. Asomándose por la repisa, se desliza la sangre humana que se pierde en el agua y te engulle sin poder reprimir. La plenitud cede el paso a la impotencia, y los piratas del atardecer surgen de los veleros marítimos obligándote a defenderte con uñas y dientes. No hay tranquilidad absoluta cuando el agua se convierte en torrentera dominante. Y es que, ya en pie, no hay repisa posible y solamente el ladrillo caliente que la envuelve. Pero es cuestión de sobrellevar tanto dolor y acostumbrarse a poseerlo como extraña plenitud complementaria. No hay más.
Por la noche, en la repisa junto a la cama, dos volúmenes necesarios en estos días desconcertantes que vivimos. Uno me acompaña siempre, y es El pequeño príncipe, del maestro francés Saint Exupery, y el segundo es un descubrimiento reciente, de la admirada Anna Bosch, de título El año que llegó Putin, un personaje que pretende hacer de Rusia su propia repisa, hasta llenar la piscina ucraniana de sangre y lodo, sin posibilidad de redención. En ocasiones, contemplo «la rosa ensimismada», para aprender a respetarla, y en otras, maldita sea, percibo a nuestro pequeño Stalin con injertos nauseabundos de Lenin, en unas páginas tan pedagógicas como sencillas.
Junto a sus páginas, uno encuentra esa repisa necesaria para descansar en la piscina de la vida, y se siente arropado de esa especie de plenitud que conforman el gozo y el dolor humanos, tan unidos en eso que llamamos vida, que siempre va a dar en el mar… que es el morir. Sitúense en la costa mallorquina, a la altura de Cala Ratjada. Porque, en nuestro caso, por ahí quedan la piscina y su repisa. Y tantas cosas más.