El mundo entero fue la habitación más concurrida de Graham Greene, que residió durante las tres últimas décadas de su vida en condiciones relativamente modestas en Antibes. La imagen más romántica del escritor no lo muestra en Panamá, Haití o Indochina, sino sentado a una mesa junto a la ventana del mismo restaurante de siempre en la ciudad francesa. Afuera llueve a cántaros, el novelista ensimismado con la lluvia se dispone a cenar a solas, y a describir más tarde la estampa en un relato intimista. Ya no llueve a gusto de nadie, y el autor de El americano tranquilo tendría dificultades para navegar en solitario una mesa entera en una localidad turística.
Después de vetarles la vivienda en general y los taxis en particular, la última etapa de la agresión a los nativos consiste en prohibirles que ocupen una mesa a solas en un restaurante. Se trata de una triple discriminación por edad, por soledad y por viudedad. Los solitarios suelen ser mayores que los comensales en grupo, acuden individualmente porque no tienen otra opción y son mayoritariamente viudas. Los establecimientos donde se les niega abiertamente el servicio a pagar religiosamente, o donde se les mira mal, son los mismos que recibieron cuantiosas subvenciones por la parálisis durante la pandemia. En los años aciagos de la covid, ningún empresario se negó a recibir la aportación económica alícuota de clientes a quienes ahora repudian.
Ir solo a un restaurante tiene la ventaja de que te sirven con rapidez, por las ganas que tienen de que te vayas y de que no cunda el ejemplo. La expulsión censora obliga a medidas igualmente drásticas, como guardar la memoria de estos locales para no frecuentarlos en ningún caso en temporada baja, aparte de denigrar públicamente su comportamiento. Estamos ante otra secuela de la gentrificación, que consiste en negarte el acceso en el caso de terrazas a un espacio público, que has pagado religiosamente y que mantienes con tus impuestos. Urge una lista de agresores a solitarios, el que avisa no es traidor.