Se ha propagado o está propagando la idea, peligrosa por lo que entraña, de que en derecho todo es posible y cabe, que nada está prohibido o deviene imposible para el Estado, que nada está vedado al poder político, ni limitado por los textos constitucionales o los Tratados internacionales. Esta forma de entender el derecho, el ordenamiento jurídico, se lanza y asume en un momento muy concreto, inspirado por los distintos intereses cuyo fin es lograr una mayoría de gobierno, siendo así que parece trasladarse a la sociedad la noción de que lo que se entiende por político es ajeno a la ley o que ésta debe plegarse siempre a los objetivos de las distintas formaciones en liza.

Al margen de la legalidad o ilicitud del objeto de tal deriva dogmática, de la posibilidad o no de aprobar una ley de amnistía, asunto nada claro y que permite diversas interpretaciones en el marco de la literalidad de la Constitución, en caso alguno debería la clase política actuar con ligereza afectando a las bases esenciales del sistema constitucional y democrático.

No todo cabe en derecho, sino solo aquello que es compatible con el modelo constitucional, con las leyes superiores y con el sistema en su conjunto, pues dicho sistema informa la misma esencia del modelo y genera seguridad jurídica, además de servir de freno al Estado frente a los ciudadanos. Porque la ley es, en democracia, sobre todo eso: un mecanismo de defensa de las personas frente al Estado, especialmente frente al Poder Ejecutivo, siempre propenso a extender su poder y restar ámbitos de libertad.

En eso consiste la democracia, el estado de derecho, pues el derecho es superior a la política que debe sujetarse al mismo, no pudiendo ningún poder exceder los límites de lo establecido, ni imponer lo que no es compatible con el sistema previsto constitucionalmente.

Es verdad que el Poder Judicial se rige por el principio de legalidad y está plenamente sometido a la ley y que el Legislativo se mueve por criterios de oportunidad, políticos, sociales, económicos etc…Eso es el pluralismo, que exige que los tribunales controlen a quienes, por razones diversas y legítimas, dictan normas movidos por fines amplios y no coincidentes entre sí que, en todo caso, deben someterse a las leyes que limiten lo que puede pasar de discrecional a arbitrario y de anteponer intereses particulares a los generales. Pero nunca el derecho permite todo, ni todo es posible en el marco de un sistema democrático, pues admitir esta idea es tanto como legitimar un poder absoluto a quien, aunque revestido de una mayoría, puede afectar al sistema constitucional. Muchos dictadores llegaron al poder refrendados por los votos y utilizaron la ley con esta amplitud que ahora se reclama. La ley es garantía. No lo olvidemos.

Dicho esto, debe a la vez sostenerse que los principios constitucionales tampoco son rígidos al punto de no permitir que operen en el marco del sistema las diferentes opciones políticas. Eso sería tanto como entender que solo cabe una manera de ver el mundo. Y tampoco debe mantenerse la idea de que un pacto político, en sí mismo, engendra siempre una ilicitud o no es legítimo. Una simple mirada a nuestra historia reciente, la de la Constitución de 1978, nos muestra ejemplos de cesiones que solo tenían como objetivo alcanzar el gobierno.

La amnistía a los intervinientes en los hechos del 1 de octubre de 2017 es asunto tan complejo jurídicamente hablando que cualquier posición que se mantenga y considere absoluta desde presupuestos ideológicos inmediatos debe rechazarse. Es cierto que la Constitución prohíbe los indultos generales, algo próximo a un amnistía y que debe diferenciarse o considerarse un mismo término. Ahí reside la dificultad legal. Y a la vez también lo es que la amnistía no es propia de una democracia, pues solo se suele producir cundo se verifican situaciones de cambio de sistema, ya que debe entenderse que una democracia permite conductas políticas, en el marco de la ley, que por tanto no están prohibidas. Es decir, en una dictadura, a su término, la amnistía es el olvido de conductas que eran ilegales pues no permitían ninguna forma de ejercicio, por ejemplo, la militancia política y sindical. No había opción entre legalidad e ilegalidad. En una democracia y hablando del independentismo, la ilegalidad no era la única opción, pues cabía la reforma constitucional. Declarar la independencia fuera de la ley no era una necesidad, sino un acto voluntario al margen de la ley. No es baladí esta diferencia, pues el olvido que entraña una amnistía se basa, precisamente, en la nueva legalidad, en la permisividad de lo amnistiado y en la imposibilidad absoluta de ejercer determinados derechos en la situación que justifica la amnistía.

Por eso, podrí concluirse para complicarlo todo, que amnistía y referéndum de independencia deben ir parejos, pues la amnistía viene a reconocer que el referéndum estaba prohibido y, de alguna manera, viene a aceptar su viabilidad. Amnistiar lo que sigue prohibido y que parece no es posible por imperativo constitucional más es un indulto general que una amnistía. Obviamente, claro está, siempre referidas estas palabras a conductas políticas, no a delitos cuya causa se radica en la situación política superada. Por ejemplo, actos terroristas amnistiados en 1977. Los actos del 1-O eran políticos, delictivos y hoy lo seguirían siendo. Al menos ilícitos.

Con la ley y los principios que la informan y con la racionalidad que debe primar cuando se legisla, solo atendiendo ambas reivindicaciones podría entrarse en un marco coherente. Atender solo una de ellas abriría un marco tan complejo que, incluso, más que solucionar un problema, generaría otro mayor.

Amnistiar exige la legalidad del referéndum, por lógica. Si no se hace así, lo que se establezca será un indulto general aunque se formalice como una amnistía. Y eso sí está prohibido constitucionalmente. Un problema, pues, serio, que deberá enfrentar el Tribunal Constitucional quien tiene la última palabra. Y tiene plena legitimidad para hacerlo.