Cuando ya había estrenado Fleabag, el monólogo, primero, y después la serie que le hizo ganar premios como los Bafta o los Golden Globes, Phoebe Waller-Bridge se presentó a un casting de Downton Abbey, esa serie tan puesta de señores y mayordomos. La descartaron porque era demasiado divertida. Y eso que, por tradición familiar, podía haber encajado en ese idílico entorno del campo inglés. Tanto por parte de padre como por parte de madre, los Waller-Bridge y los Mary, son descendientes de la pequeña aristocracia que, en Gran Bretaña, recibe el nombre de baronetcy, una peculiar manera de ser alguien sin ser barón y de poder llamarse sir sin ser lord. Es decir, una familia de Sussex, en el sur de Londres, que también tiene, en el árbol genealógico, soldados, vicarios, políticos y terratenientes. Y algún antecesor excéntrico, que siempre los hay, sobre todo en Inglaterra. Quizá por eso Phoebe Waller-Bridge no pudo entrar en el elenco de Downton Abbey, porque no encajaba con las formas estrictas de la ética y la estética victorianas.

Era (y es) más bien una figura inclasificable, que ya hacía teatro de pequeña y que, de muy pequeña, ya había visto la primera entrega de Indiana Jones y, ella misma, iba en pantalón corto en busca de un tesoro escondido en las raíces de los árboles de su countryside. Y sí, en la personalidad de Phoebe Waller-Bridge se mezcla la estricta educación católica del colegio privado de St. Augustine’s Priory y la posterior eclosión teatral, con formación académica en la Royal Academy of Dramatic Art de Londres. El componente excéntrico de un familiar cabra loca se alía con su relación extraña con el propio cuerpo (muy alta, con un andar desgarbado, con una mancha de nacimiento en forma de isla en medio del océano de la frente, sobre la ceja izquierda), con una intensa aversión al sentimentalismo y una manía constante por contar historias de mujeres complicadas, contradictorias, transgresoras.

Phoebe Waller-Bridge, en efecto, puede ser vista como una humorista, como una monologuista descarada. Lo es. Pero hay un detalle que la delata y que ella misma explica: «Cuando ocurre algo malo, cuando algo va mal, bromeo». De hecho, Fleabag, que nació en un teatro del Soho, y que en 2013 triunfó en el Festival Fringe de Edimburgo, es, en apariencia, un monólogo muy divertido. La actriz, sentada en una silla, siempre con un jersey de color granate y con vaqueros, explica con mucho humor la vida de una chica, las relaciones amorosas y sexuales, los conflictos familiares. La serie, de dos temporadas, hace lo mismo y lo agranda.

Estrenada en 2016, jugó desde el principio con la rotura de la cuarta pared. Es decir, la protagonista hace participar al espectador y le habla, le interpela, le hace cómplice de su drama y es justamente aquí, cuando vivimos juntos la tragedia, que el humor deja paso a la reflexión sobre la soledad y la infelicidad. «Se trata», dice Waller-Bridge, «de entretener, provocar y derruir convenciones, de procurar que el espectador salga reconfortado y desafiado a la vez, en un ejercicio que quiere ser peligroso, honesto, inusual». El momento más impactante de Fleabag es, quizás, cuando ella acude a la consulta de una psiquiatra que le pregunta si tiene amigos. No tiene, dice. Pero después se lo piensa, hace un aparte, mira a la cámara y guiña el ojo. Sí los tiene, son todos los que, en la distancia, la apoyan, la apoyamos. Los que miramos cómo su mundo se hunde. En otro episodio, Kristin Scott Thomas, que interpreta a una empresaria exitosa, hace un discurso (escrito por Waller-Bridge, claro) sobre el dolor. Las mujeres lo llevan dentro toda la vida. Los hombres han de inventarse las guerras para sentirlo. «Y, cuando no tienen guerras, el rugby».

Antes, en Crashing (2016), ya existía esta mujer inclemente, políticamente incorrecta, alocada, ebria, discontinua, indómita y veloz. Pero faltaba la distancia, el recurso a la verdad que va más allá de la ficción, la necesidad de compartir y, por tanto, aliviar el dolor. Phoebe Waller-Bridge es ahora la heroína de Indiana Jones (pero no la chica que decora, sino la intrépida que va a la suya) y también ha sido guionista de la última de James Bond y promete una nueva aventura de Tomb Rider.

Siempre será la mujer que trata de esconder aquella mancha en forma de isla. Fíjense en el flequillo como una cortina que baja por la izquierda de la frente y llega a la ceja. «Hay días», dice, «en los que el pelo es lo único en lo que podemos pensar».